El último par de semanas no fue como lo esperaba, la pérdida de mi hijo felino me tiñó las horas de desazón, dolor bajo control y necesidad de seguir adelante por los bebés en camino.
Ese día fue tranquilo, el nacimiento fue muy hermoso y calmo, pero la niña pesó inusualmente menos de lo que creímos pesaba, y la alejaron rápidamente de mi lado para dejarla en incubadora. Me angustié pensando qué había pasado, si todas las ecografías habían salido buenas y ella aparentemente estaba igual de bien que su hermano.
Pasaron 5 días y ella finalmente salió de la clínica, la vida dio un maravilloso vuelco que se llevaba todas las energías, todas las horas, toda la atención. De a poco me fui sintiendo cansada, apagada, pero necesitaba estar bien por ellos.
Hasta que llegó ese domingo. Una inusual hemorragia que no paraba, me obligó a recurrir a urgencias. Llegué caminando, relativamente bien, pero fui desmejorando con las horas, hasta llegar a perder el sentido. Cuando desperté estaba saliendo de la intubación, pensando uff qué horrible ya pasó lo peor. Pero al par de días volví a caer, otra vez paciente crítica con respiración mecánica. Lo pasé tan mal como nunca, quería tanto ver a mis hijos de una semana de vida, pero me obligué a tener paciencia a pesar de que las horas se arrastraban, hasta que pude finalmente estar con mi familia nuevamente.
Tanto por hacer, tanto por vivir, el buen Padre Dios me dio una segunda-tercera oportunidad.
Pero todo este horrible episodio me dañó, más que el cuerpo (que casi no aguantó), el alma; cosas que ya estaban superadas se reabrieron y me dejaron herida. Habré de reparar -una vez más- este azotado espíritu, exorcizando demonios de la mano de una buena conversa.